Durante sus doce años al frente de la Iglesia católica, el papa Francisco dejó huella no solo por sus palabras, sino por cada decisión que reflejaba su compromiso con la humildad. En lugar de instalarse en el tradicional Palacio Apostólico, con sus salones repletos de opulencia, el pontífice eligió residir en la modesta habitación 201 de la Casa Santa Marta.
Este sencillo cuarto, que se convirtió en su hogar desde el inicio de su pontificado en 2013, era todo menos un símbolo de lujos. Con apenas una cama individual, un crucifijo, una lámpara de lectura y, de forma muy característica, su inseparable mate argentino, Francisco demostró que, para él, la cercanía con el pueblo era prioridad. “Necesitaba vivir cerca de la gente”, relató Monseñor Guillermo Karcher, colaborador cercano al pontífice, subrayando que esta elección fue una firme declaración política y espiritual.

La habitación no contaba ni con balcones ni con vistas privilegiadas; su diseño era austero y funcional, sin elementos de decoración innecesaria ni mobiliario excesivo. Allí, el Papa llevaba una vida cotidiana que rompía con los estereotipos del poder eclesiástico. Desayunaba con yogur descremado y café, y compartía el comedor de la Casa Santa Marta con sacerdotes, empleados y trabajadores del Vaticano, reforzando su mensaje de sencillez.
Su rutina diaria era casi ritual: se levantaba a las 4:45 de la mañana para iniciar la jornada con oraciones y una misa matutina. En ese mismo ambiente modesto, se dedicaba a leer los diarios impresos, acompañando sus momentos de reflexión con tangos de Gardel, mientras evitaba las distracciones del mundo digital.
Incluso en su despedida, el Papa mantuvo la coherencia con sus principios. Su velorio se llevó a cabo en la capilla de la misma Casa Santa Marta, y su ataúd, sencillo y sin ornamentos, fue un fiel reflejo de la austeridad que predicó y vivió hasta el último de sus días.
La habitación 201 no fue solo un espacio de descanso, sino el manifiesto silencioso de un pontificado que se negó a encarnar los lujos tradicionales. Desde ese humilde refugio, Francisco predicó con el ejemplo, dejando un legado imborrable que sigue inspirando a millones con la fuerza de su mensaje: la verdadera grandeza no se mide en opulencias, sino en la cercanía y el servicio al prójimo.